Junto a Jack Kerouac y Allen Ginsberg, William S. Burroughs fue uno de los apóstoles de la contracultura de los años 60, y también perteneció literariamente a la Generación Beat, aquélla apegada a los garitos de jazz decadentes, a las calles, a lo sórdido.
Aprovechando que se cumplen 10 años de la muerte del autor de obras tan marcianas como El almuerzo desnudo, describiremos algunos de sus episodios personales que demuestran que Burroughs podría haber pasado perfectamente por uno de los personajes de sus novelas.
Su obsesión quizá más conocida sea la del número 23, que cuenta ya con toda una legión de seguidores (como ya demostró el estreno de una película reciente de Jim Carrey precisamente titulada El número 23).
Esa misma noche, Burroughs oyó por la radio que un avión que volaba de Nueva York a Miami se había estrellado. El capitán del avión se apellidaba Clark y el vuelo era el número 23.
Desde entonces, Burroughs incorporaría un personaje llamado capitán Clark en todas sus novelas sus novelas, un personaje relacionado con la fatalidad y que tenía por obsesión el investigar el enigma del número 23.
Y es que los defensores de la importancia de este número dicen que es un número que tenemos marcado dentro de nuestro cuerpo, porque los humanos poseemos 23 vértebras, porque nuestro ADN está dividido en 23 pares de cromosomas (y el par número 23 define el sexo), porque la misma cadena de ADN de un giro completo cada 23 unidades de medida (angstroms), porque la sangre tarda 23 segundos en recorrer nuestro cuerpo.
Pero no todas las extravagancias de Burroughs eran tan inocentes. En cierta ocasión, en 1951, quiso emular a Guillermo Tell disprándole a una manzana situada sobre la cabeza de su esposa Joan. Lamentablemente, Joan terminó con un agujero mortal entre los ojos.